martes, 17 de febrero de 2009

Tras los arboles


Pasé delante suya probablemente 4 veces al día, que multiplicado por cinco días laborables hacen 20 veces a la semana y si eso lo multiplico por la longitud de mi existencia da la increíble cifra de…, bueno las matemáticas nunca fueron mi fuerte y tampoco un número puede expresar el peso de lo que entonces creía certeza.
Certeza de conocer aquella calle, como el tacto de mi propia piel.
Pero aquella tarde un segundo se llevó la convicción, modificando el mapa de mi realidad. Tras aquellos dos árboles comunes, que ni en el número de ramas se diferencian de los que, junto a ellos montan guardia en ésta, o cualquier otra calle. Tras ellos como quien busca la sombra un día de verano se escondía el portal del nº 35 de la calle Carranza. Era majestuoso y aun guardaba el reflejo de la gloria pasada, la forja de sus balcones, los marcos de sus ventanas, su fachada, una vez testigos del pulso de la ciudad, ahora se escondían con vergüenza en un recuerdo.
Todo en él había ido sucumbiendo al girar de las manillas de un reloj, hasta que un día, éste se detuvo y ya nadie se molesto en volver a darle cuerda. Allí quedo entonces, estático, inherente, pasando a ser objeto pasivo de la ajetreada vida de la ciudad.
Se fueron los carruajes, los mitones, lo manguitos, las enaguas. Vio como su tiempo se colaba entre las engranajes de uno más nuevo, y como sus vecinos se engalanaban para darle la bienvenida.
Pero él arrogante, desdeño todo aquello que por novedad, no encajaba en su criterio de perfección e inmutabilidad.
Y el tiempo poco amigo de la altanería le volvió la espalda, condenándole a la indiferencia de la mirada, a una vida hueca llena de ecos de lo que fue y de anhelos de lo que podría haber sido, a un vida tras dos árboles cualquiera.

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