lunes, 8 de febrero de 2010

Lo mate porque era mío… o eso creía yo


Era mediado de diciembre, el otoño se acercaba al invierno, y el blanco poco a poco iba sustituyendo al dorado marrón. Me desperté temprano, no sabía muy bien por qué. Los días que no tenía que madrugar y no me arrancaba del sueño el inoportuno sonido del despertador, podía tirarme durmiendo fácilmente hasta bien entrado el día. Pero aquella mañana fue distinto, la luz que se filtraba por las ventanas me decía que no podían ser más de las siete u ocho de la mañana, pues apenas estaba amaneciendo.

Una sensación vagamente incomoda y familiar me invadía haciéndome sentir inquieta y agitada, algo era diferente lo podía palpar, tendría que tener más frio, tendría que estar acurrucada bajo mi edredón. Pero no era así, mi piel brillante y húmeda revelaba trazos de sudor en vez de la característica piel de gallina, que todas las mañanas, me hacía tan complicado abandonar mi cálido refugio y salir a enfrentarme con la fría realidad.

No tardé en darme cuenta de la causa de mi repentino desvelo, el había vuelto, estaba otra vez allí, conmigo. Desde la primera vez que lo conocí hace ya muchos años entraba y salía de mi vida a su antojo, nunca se quedaba mucho, un par de días una semana, pero el tiempo que estaba conmigo, lo sentía muy dentro de mí, no me abandonaba ni un segundo las 24 horas del día y trastocaba todos mi planes obligándome a un encierro prácticamente voluntario bajo las sábanas. Me hacía perder la cabeza, me robaba el aliento, hacia que muchas veces mi temperatura alcanzara límites poco saludables y llegaba a dejarme sin habla. Cuando al fin se iba me dejaba cansada y normalmente con los ojos enrojecidos, pero a la vez aliviada de recuperar mi ritmo cardiaco, la respiración y en general mi vida.

Aquella mañana cuando noté su presencia y cómo el calor empezaba ya a recorrer mi cuerpo anticipando un desenlace de sobra conocido, tomé una decisión, tenía que terminar con esto de una vez y dado que ninguna de las maneras que había probado para mantenerlo lejos había funcionad, habría que ser más radical, tendría que acabar con él. Lo haría rápida y limpiamente. Con calma me levanté y me deslicé hacía el baño como de costumbre, una vez allí me acerqué al cajón donde guardaba los medicamentos y empecé a revisar las cajas una a una, con detenimiento, evaluando cuál sería lo mejor opción. Al final, me decanté por lo más fuerte que encontré, no quería dejar margen al error. Lo disolví en agua y con el vaso firmemente sujeto dirigí mis pasos de nuevo al dormitorio.

Estaba hecho, miré el vaso vacio entre mis manos, sonreí y volví a deslizarme entre las sabanas a esperar, a observar, pendiente de cualquier indicio que indicara el éxito de mi plan. A la hora, empezaron los primeros efectos, y dos horas más tarde todo había terminado, había acabo con él, o al menos eso creía yo. Sin ni siquiera molestarme en retirar las evidencias o mirar atrás, me levanté, me vestí y salí a disfrutar del día que había estado a punto de perder. Mis pasos me dirigieron al bar de la calle Alta, siempre me sentía bien entre el alegre sonido de los murmullos de su gente. Luis estaba detrás de la barra como siempre y me sentí acogida por su calurosa sonrisa, al fondo en nuestra mesa estaban Carla y Mario charlando de todo y nada, mientras me acercaba hacía ellos lo sentí de nuevo, el calor, él estaba allí conmigo y esta vez era demasiado tarde pues venía acompañado del dolor de garganta y la tos. Inocente de mí, por unos minutos creí haberle eliminado, pero desgraciadamente no hay remedio adecuado pare el puñetero constipado.