jueves, 3 de septiembre de 2009

EL CANTO DEL PAJARO EQUIVOCADO


Odio a los búhos desde aquel 13 de septiembre. A quién se le ocurre, si ya se lo dije yo, martes y trece, Ramiro de aquí no puede salir nada bueno. Pero él erre que erre, que si lo tenía todo planeado, que si tenía atado hasta el último cabo, que si por eso llevaba más de seis meses en ese trabajo rodeado de ratas y viejos y que ese era el día perfecto porque si seguía allí un día más acabaría oliendo a geriátrico. Mirándolo con perspectiva, más me hubiera valido regalarle una buena colonia.

“El guardia, Marcelo - me decía mientras me explicaba por quinta vez el plan- está casi en sus sesenta y está pensando más en la jubilación y en unas largas vacaciones en Benidorm de esas que te regala el Imserso que en proteger nada. Llega todo los días a las 9.00, se toma un café con Julián, charlan un rato y empieza la ronda… así que tú no tienes más que esperarlo donde te dije… nada puede salir mal, tan sólo esperar a escuchar la señal, ya sabes el ulular del búho”
Anda que sólo a él podría habérsele ocurrido algo tan original. Si en el fondo la culpa es mía, quién me manda a mí meterme en nada con el Ramiro, ya desde el principio se veía que muchas luces no tenía.

Pues allí estaba yo el maldito martes trece , acurrucado en la parte superior de una torreta de 2 metros y medio de altura, esperando la dichosa señal, con los ojos bien cerrados por eso del vértigo, cuando oí el ulular del pájaro de las narices: “buhuu, buhuu” . Salte ágilmente con el fin de aterrizar en el rechoncho Marcelo y dejarlo fuera de combate, y cuál fue mi sorpresa cuando lo que paró mi caída fue otro tipo muy distinto de rechoncho cuerpo. Este llevaba bata y tenía dos prominencias muy prominentes que ninguno espera en un guardia de seguridad en sus cincuenta y pico. No salía de mi estupor y en mi desconcierto mi oponente, que aunque no tenía porra si una fregona y muy, que muy mala leche, me endiñó tal porrazo, mientras yo intentaba ponerme de pie, que si no fuera porque como siempre dijo mi bendita madre tengo una cabeza bien dura, me la habría partido en dos. No contenta con tal maniobra, dejó caer sus más de 70 kilos de peso sobre mi pie izquierdo, y seguidamente me soltó un puntapié que tenía como objetivo la joya de la corona, gracias a dios logré esquivarla por segundos, sino a estas alturas estaría cantando en un coro de eunucos. Mi rápida maniobra de evasión me hizo tropezar con el cubo de la fregona, perdí el equilibro y mi mano se alzó para buscar sujeción, y no encontró mejor agarre que un gran, gran sostén.

Y así estaba yo, colgando de la señora de la limpieza, todo mojado, y arrancándole el sostén con ambas manos, cuando apareció, esta vez sí, Marcelo.
Dos días más tarde, en el juicio por intento de violación, intentaba explicarle yo al juez que aquello era un terrible error pues yo era marica marica, de esos que no tuvieron que salir del armario porque nunca entraron.
Dos años y un mes me cayeron y el muy cabrón de Ramiro cuando viene a visitarme va y me dice: “pero Pedrito ¡por dios!, que eso no era un búho, ¡era una lechuza!”.

domingo, 24 de mayo de 2009

Ponga me usted cuarto y mitad de Alma


El alma. Objeto de frecuente discusión a lo largo de la historia, ha sido codiciada, venerada e incluso idolatrada durante generaciones. Yo, debido a mi educación laica nunca le he dado mucho valor. No forma parte de ninguna de las funciones básicas del organismo, no me hace más guapa, más rica o más lista vamos que realmente me cuesta encontrar la diferencia entre ella y el apéndice, quitando que ésta última a la mínima te la cortan.
Realmente yo siempre he pensado que hasta ahora el alma se ha salvado gracias a que, aunque ha llenado millones de páginas, no ha sido en ninguno de los modernos manuales de medicina. Ya que esto de tener Alma da mucho trabajo, pues demanda un cuidado especial y el no hacerlo bien trae consigo graves consecuencias, peores que las del sobrepeso, que se lo digan sino a las almas en pena. Anda que no habrían sido felices éstas con un corte a tiempo.
A mí esto de tener alma llegó a agobiarme, ya no bastaba con cuidar el azúcar, el colesterol, la tensión, hacer deporte y mantenerse al día en la sociedad de la información, sino que además teníamos un alma que preservar. Gracias a dios la sociedad de la información también es la del consumo y en ella cualquier cosa por un buen precio se puede vender. Así que el día que me ofrecieron un buen trato por la mía, no dude ni un momento en deshacerme de ella, al fin y al cabo llevaba ya un tiempo viviendo sin apéndice y nada había cambiado, ¿qué podía ir mal?.
Canjee mi alma por la eterna juventud, concretamente decidí volver a los tersos y prietos 21 años, valores en alza hoy en día. Imaginar mi alegría cuando tras tan rentable intercambio me encontré con un nuevo reflejo donde era evidente un culito respingón y unas tetas que hacían frente a la temible ley de la gravedad.
Pero un trato que en principio parecía muy ventajoso, acabo teniendo ciertos efectos secundarios no esperados, pues el mismo espejo que mostraba mi firme silueta se negaba a reflejar mi tradicional aplomo, desenvoltura y sensual serenidad. Dónde había perdido mi esencia de mujer. ¿Sería esta parte del alma que entregué o de los años que desprecié?
Sin pensarlo dos veces me decidí a ejercer mis derechos de cliente insatisfecho y demandé que se anulará aquella transacción, pero entre los costes de envío y los de gestión al final de mi alma solo quedó cuarto y mitad.
Con mis tres cuartos de alma volvieron uno a uno los años que había perdido y junto a ellos mi naturaleza de “femme fatale”.
Quién quiere la inexperiencia de la juventud hoy en día cuando existe la cirugía.

domingo, 22 de febrero de 2009

Buscando el país de Nunca Jamas


La última semana la he pasado frente al espejo, buscando en mi reflejo algo que denote el paso del tiempo, temiendo que se pliegue mi mirada o palidezca mi cabello.
Mis ojos recorrían minuciosamente el arco de las cejas que los enmarcan, bajo ellos encontraban el violeta del sueño que se perdió y de allí comenzaban a subir por mi nariz para acabar en el abismo de mis labios quebrados, a los que mi insistente lengua intentaba devolver el brillo, pero éste era efímero, se perdía, y mi boca volvía una y otra vez a hacer juego con el ovalo de mi rostro ausente.
Memoricé mi imagen, sí seguía siendo yo. Y mi mente se escapó buscando la manera de, cómo un cuadro a oleo, perpetuar el gesto de los últimos años de mi juventud.
Pero, ¿cómo se detiene al mar?, ¿cómo se encarcela al viento?, ¿cómo conseguir que cada día el sol deje de escaparse furtivamente por el horizonte? Cerrando los ojos.
Clausure mi mirada y con ella primero apague el mar, luego el viento y por fin detuve el sol. El resultado me estremeció, un paisaje inerte, frío, envuelto de silencio
Vislumbre entonces la realidad. No hay mar sin tormentas y días de calma, sin el ruido de las olas. No hay día sin aurora y crepúsculo. No hay yo sin ayer, hoy y mañana.

martes, 17 de febrero de 2009

Tras los arboles


Pasé delante suya probablemente 4 veces al día, que multiplicado por cinco días laborables hacen 20 veces a la semana y si eso lo multiplico por la longitud de mi existencia da la increíble cifra de…, bueno las matemáticas nunca fueron mi fuerte y tampoco un número puede expresar el peso de lo que entonces creía certeza.
Certeza de conocer aquella calle, como el tacto de mi propia piel.
Pero aquella tarde un segundo se llevó la convicción, modificando el mapa de mi realidad. Tras aquellos dos árboles comunes, que ni en el número de ramas se diferencian de los que, junto a ellos montan guardia en ésta, o cualquier otra calle. Tras ellos como quien busca la sombra un día de verano se escondía el portal del nº 35 de la calle Carranza. Era majestuoso y aun guardaba el reflejo de la gloria pasada, la forja de sus balcones, los marcos de sus ventanas, su fachada, una vez testigos del pulso de la ciudad, ahora se escondían con vergüenza en un recuerdo.
Todo en él había ido sucumbiendo al girar de las manillas de un reloj, hasta que un día, éste se detuvo y ya nadie se molesto en volver a darle cuerda. Allí quedo entonces, estático, inherente, pasando a ser objeto pasivo de la ajetreada vida de la ciudad.
Se fueron los carruajes, los mitones, lo manguitos, las enaguas. Vio como su tiempo se colaba entre las engranajes de uno más nuevo, y como sus vecinos se engalanaban para darle la bienvenida.
Pero él arrogante, desdeño todo aquello que por novedad, no encajaba en su criterio de perfección e inmutabilidad.
Y el tiempo poco amigo de la altanería le volvió la espalda, condenándole a la indiferencia de la mirada, a una vida hueca llena de ecos de lo que fue y de anhelos de lo que podría haber sido, a un vida tras dos árboles cualquiera.