domingo, 22 de febrero de 2009

Buscando el país de Nunca Jamas


La última semana la he pasado frente al espejo, buscando en mi reflejo algo que denote el paso del tiempo, temiendo que se pliegue mi mirada o palidezca mi cabello.
Mis ojos recorrían minuciosamente el arco de las cejas que los enmarcan, bajo ellos encontraban el violeta del sueño que se perdió y de allí comenzaban a subir por mi nariz para acabar en el abismo de mis labios quebrados, a los que mi insistente lengua intentaba devolver el brillo, pero éste era efímero, se perdía, y mi boca volvía una y otra vez a hacer juego con el ovalo de mi rostro ausente.
Memoricé mi imagen, sí seguía siendo yo. Y mi mente se escapó buscando la manera de, cómo un cuadro a oleo, perpetuar el gesto de los últimos años de mi juventud.
Pero, ¿cómo se detiene al mar?, ¿cómo se encarcela al viento?, ¿cómo conseguir que cada día el sol deje de escaparse furtivamente por el horizonte? Cerrando los ojos.
Clausure mi mirada y con ella primero apague el mar, luego el viento y por fin detuve el sol. El resultado me estremeció, un paisaje inerte, frío, envuelto de silencio
Vislumbre entonces la realidad. No hay mar sin tormentas y días de calma, sin el ruido de las olas. No hay día sin aurora y crepúsculo. No hay yo sin ayer, hoy y mañana.

martes, 17 de febrero de 2009

Tras los arboles


Pasé delante suya probablemente 4 veces al día, que multiplicado por cinco días laborables hacen 20 veces a la semana y si eso lo multiplico por la longitud de mi existencia da la increíble cifra de…, bueno las matemáticas nunca fueron mi fuerte y tampoco un número puede expresar el peso de lo que entonces creía certeza.
Certeza de conocer aquella calle, como el tacto de mi propia piel.
Pero aquella tarde un segundo se llevó la convicción, modificando el mapa de mi realidad. Tras aquellos dos árboles comunes, que ni en el número de ramas se diferencian de los que, junto a ellos montan guardia en ésta, o cualquier otra calle. Tras ellos como quien busca la sombra un día de verano se escondía el portal del nº 35 de la calle Carranza. Era majestuoso y aun guardaba el reflejo de la gloria pasada, la forja de sus balcones, los marcos de sus ventanas, su fachada, una vez testigos del pulso de la ciudad, ahora se escondían con vergüenza en un recuerdo.
Todo en él había ido sucumbiendo al girar de las manillas de un reloj, hasta que un día, éste se detuvo y ya nadie se molesto en volver a darle cuerda. Allí quedo entonces, estático, inherente, pasando a ser objeto pasivo de la ajetreada vida de la ciudad.
Se fueron los carruajes, los mitones, lo manguitos, las enaguas. Vio como su tiempo se colaba entre las engranajes de uno más nuevo, y como sus vecinos se engalanaban para darle la bienvenida.
Pero él arrogante, desdeño todo aquello que por novedad, no encajaba en su criterio de perfección e inmutabilidad.
Y el tiempo poco amigo de la altanería le volvió la espalda, condenándole a la indiferencia de la mirada, a una vida hueca llena de ecos de lo que fue y de anhelos de lo que podría haber sido, a un vida tras dos árboles cualquiera.